30/5/17
25/5/17
¿Qué lloramos de nosotros mismos cuando nos lloramos en sueños? Fragmento de La Mayor de Saer
Los sueños me dan miedo, y sueño mucho. ¿Tengo miedo de lo que sueño o simplemente tengo miedo porque sueño? Me sentí triste esa mañana pensando en mi tío Pedro que vino a morirse justo cuando la panadería empezaba a andar bien pero después —afortunadamente— la curiosidad venció a la tristeza y medité sobre el significado del sueño hasta cerca de las nueve. Durante todo el tiempo llovió sin parar y el ruido de la lluvia me mantuvo como adormecido, así que ahora no sé bien si por momentos no me puse a soñar el sentido de lo que había soñado. Una chica amiga, maestra de escuela que después se casó con un profesor de matemáticas y se fue a vivir al Perú, me contó que ella siempre soñaba que lloraba frente a su propio cajón. Que se miraba muerta y lloraba. ¿Qué lloramos de nosotros mismos cuando nos lloramos en sueños? Lo sabe únicamente el que se llora. Buscar en esa fuente de llanto es un trabajo difícil y la mirada tranquila de la curiosidad no alcanza a ver tan hondo. Para ver el dolor, tenemos que estar en él. Pero lo que sorprende todavía más es que el que se llora, el que ve su cadáver o se conduele de su propia muerte, está parado en un punto tan singular de la gran llanura de la pena que su llanto es al mismo tiempo recuerdo y anticipación. En las grandes llanuras el horizonte es siempre circular, idéntico, vacío y monótono.
En La mayor
Imagen: Sophie Bassouls
22/5/17
Ballenas Nordicas
12/5/17
8/5/17
La relación con la naturaleza
La muerte de un árbol es belleza, a diferencia de la del hombre. Un árbol muerto en el desierto, desprovisto de su corteza, curtido por el sol y el viento, con todas sus ramas desnudas abiertas a los cielos, es una vista maravillosa. Se cortan grandes secuoyas de cientos y cientos de años en unos minutos para hacer vallas, sillas, construir casas o abonar la tierra del jardín. El maravilloso gigante ha muerto. El hombre avanza más y más en los bosques, destruyéndolos y usándolos para la ganadería y la urbanización. Los parajes naturales están desapareciendo. Hay un valle, cuyas colinas circundantes son quizá las más antiguas de la tierra, en el cual se llegaron a ver osos, guepardos y ciervos, que han desaparecido completamente, ya que el hombre está por todas partes. Poco a poco, se está destruyendo y contaminando la belleza de la tierra. Aparecen vehículos y rascacielos en los sitios más inesperados. Cuando uno pierde su relación con la naturaleza y los cielos abiertos, pierde la relación con los demás seres humanos. - Krishnamurti, J. Krishnamurti Boletín 56 de la Krishnamurti Foundation Trust, 1989
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2/5/17
Fermin de Abelardo Castillo
Fermín no era mejor que nadie, al contrario, tal vez fuera peor que muchos. No necesitaba estar muy borracho para romperle las costillas a su mujer, y prefería ir a gastarse la plata al quilombo en vez de comprarle alpargatas al chico. Era sucio, pendenciero y analfabeto. Opinaba que no se precisa ir al colegio para aprender a juntar fruta.
Sí, indudablemente Fermín no era una excepción en los montes del francés. Según contaban los juntadores, debía una muer¬te. Había sido en Santa Lucía, en un baile. Al otro le decían el chi¬leno. Fermín, en pedo, le manoseó la mujer, y el chileno cuando quiso echar mano ya tenía medio metro de tripa por el piso. Claro que ésa no era la única historia fea que corría por los montes, varios había con asuntos parecidos. Por eso, cuando para las elecciones vi¬no ese político y gritó ustedes los trabajadores son la esperanza de la patria porque en ustedes todo es puro, auténtico, porque ustedes todavía no están corrompidos, Fermín no pudo reprimir una sonrisita maliciosa. Y no sólo a él le dio risa.
–Ni en las casas me piropean tanto –comentó bajito.
Y era cierto. En su casa también sospechaban que Fermín no era, del todo, un varón ejemplar. Borracho putañero, eso sí le decían. El día menos pensado me lo agarro a mi hijo y no nos ves más el pelo. Eso sí le decían. Eso sí que sonaba auténtico. Pero la Paula no era capaz de irse, por qué se iba a ir, si el Fermín la que¬ría. Además, unos cuantos garrotazos por el lomo y la mujer se calma. Desde que había hablado el político, sin embargo, Fermín no les pegaba, ni a la Paula ni al malandrín de su hijo. Al fin de cuentas, cosas que dijo el hombre no daban risa, sobre todo cuan¬do Cardozo el más chico medio lo provocó y él, de ahí nomás de la tribuna, vea, le dijo, eso no es ser guapo, amigo, seguro que si el francés los grita no hacen la pata ancha. Y que la hombría se les despertaba en casa, con la mujer. Esa parte le había gustado, porque no era del discurso; le había gustado que dijera pata ancha. Y además tenía razón. Claro que en todo no tenía razón. A veces es un desahogo dar vuelta la mesa de una patada, o reventar un plato contra la pared.
El siete y medio también es un desahogo. Porque a Fermín, como a cualquiera, le gustaba el siete y medio. De noche, en el al¬macén del zarateño se armaban lindas tenidas. El tallador era un chinón, clinudo, que imitaba los modales de los compadres pue¬bleros, rápido para la baraja casi tanto como para el chumbo. Una sola vez lo habían visto actuar; el finado Ortega le gritó aquella noche: “¡Dame mi plata! Yo sé que estás acomodado con el francés pero, lo que es a mí, no me volvés a robar.” Y no volvió a robarle. El otro lo mató ahí nomás, en defensa propia: Ortega tenía el cuchillo en la mano cuando se refaló junto a la mesa. El comisario de San Pedro tomó cartas en el asunto, se lo vio conversando con el francés: a partir de esa noche quedó prohibido entrar en la trastien¬da del boliche, con cuchillo.
El político también habló de eso. Según dijo, venía a tener razón el finado Ortega. Claro que el político era del pueblo (veinte kilómetros hasta el monte más cercano) y que en el pueblo uno podía divertirse de otra manera; dos cines, dicen que había.
Sea como sea, de una semana atrás que Fermín andaba pen¬sativo. Y esa tarde, al cobrar, se quedó un rato con la plata en la mano, mirándola. ¿Venís a lo del zarateño?, oyó a la pasada y no supo qué contestar, se le atragantó una especie de gruñido. En el almacén de Ramos Generales había visto un vestido colorado, a lunares grandes. Lindo.
–A que se lo llevo a la Paula –decidió de golpe.
Y entró, y salió con el paquete bajo el brazo, y no compró alpargatas para el chico de casualidad. Iba a pedirlas pero le dio risa. Cha, qué bárbaro, se escuchó decir.
–Ni sé el número –dijo.
Cha que bárbaro, realmente. Ahora, en el camino hacia su casa, arrastrando el paso, mirándose fascinado el dedo que asomaba abajo, en la punta de la zapatilla, Fermín pensaba.
–¿Andas enfermo, Fermín?
–Eh, no. ¿Por?
–Digo. Por el tranco –el otro lo miraba, con intención–. Y como te volvías tan temprano.
Era cierto, gran siete. Desde el otro sábado que le debía un trago al Ramón. Entonces lo convidó al boliche. Y Ramón dijo que sí, después dijo:
–¿Y ese paquete?
–El qué. –Fermín se encogió de hombros y sacó el labio inferior hacia afuera, medio sonriendo. –Nada.
Lo del zarateño estaba lindo. Al fin de cuentas la Paula no lo esperaba hasta mucho más tarde y no era cosa de darle un susto, y una ginebra no le hace mal a nadie, ¿no?
Iban tres vueltas. Entonces Fermín se dio cuenta de que, de este modo, seguía debiendo una copa.
–Ginebra, zarateño, pa mí y pal hombre. Con el dedo índice tocó al hombre en el pecho y, echándose hacia adelante, agregó:
–Porque yo soy de ley, amigo.
La ginebra es áspera. Por eso, después del cuarto trago, la voz de Ramón era un poco más solemne que de costumbre:
–Yo también soy de ley, Fermín… ¡A ver, patrón!: dos ginebras.
–Ta bien, hermano; los dos somos de ley. Pero, la próxi¬ma, yo pago, y quedamos hechos.
–Ta bien.
Fermín tenía los ojos clavados en la cortina de la trastienda; vio en seguida cuando los hermanos Peralta salieron del interior. Eso significaba: dos sitios.
–¿Probamos?
–Probemos…
–Al siete y medio, pago.
La mano del tallador, morena y flaca, con una uña agresiva¬mente larga en el meñique, levantó de la mesa los mugrientos pesos que se apelotonaban junto a los naipes.
Se le achicaron, amarillos, los ojitos a Fermín. Ya hacía rato que el aire estaba caliente bajo la lámpara, espeso de humo y de ginebra. Fermín agachó la cabeza. Después, mirando al morocho por entre las cejas, preguntó, pausadamente:
–¿Qué era lo que decía Ortega? En la mesa hubo como un sacudón.
El chinón, despacito, se abrió la camisa hasta la altura del cinto. Luego, también despacito, comenzó a pasarse un pañuelo por el pecho sudoroso. Junto al ombligo, ingenuamente asomaba la cu¬lata del Smith & Wesson.
–¿Andas con ganas de ir a preguntárselo?
El morocho era filoso. Fermín sintió que la cara le ardía como si le hubieran pegado un tajo. Miró alrededor. Los hombres –Ramón también– rehuyeron sus ojos. A todos los había cache¬teado la fanfarronada del moreno.
–Ta bien –murmuró Fermín–. Ta bien, me vuelvo a casa. Vos, Ramón, ¿venís? No, mejor quédate. Todavía no te robaron todo.
Dio la espalda a la mesa y, arreglándose el pantalón a dos manos, encaró la cortina. Lo paró en seco la voz del morocho:
–¡Che!
Fermín se dio vuelta como tiro, buscando en la cintura el cuchillo que no tenía. Al otro le había aparecido el revólver en la mano. Sonrió:
–Te olvidas de algo –dijo, señalando con el caño hacia un rincón. Fermín se agachó a recoger el paquete de la Paula.
Me han basureao gran puta el político de mierda ese tenía razón somos guapos en las casas nos roban la plata y tamos con¬tentos. Fermín estaba parado en la puerta del prostíbulo.
Llamó de nuevo.
–Che, ¿te crees que nosotras no dormimos? –la voz opaca de doña María precedió a su rostro que, hinchado, asomó detrás de la puerta a medio abrir:
–¿A quién buscas?
–A la pueblera.
–No se puede, ya no atiende. Está acostada.
–Mejor si está acostada…
La mujer frunció la boca, dubitativa; luego, repentinamen¬te desconfiada, preguntó:
–¿Traes plata?
–No.
–¡Ah, no m’hijito! A esta hora y con libreta, no. Fermín puso el pie antes de que la puerta se cerrara:
–Oí… Traigo esto. Si te va apretao, lo cambias mañana. Y le alcanzó el paquete.
Sí, indudablemente Fermín no era una excepción en los montes del francés. Según contaban los juntadores, debía una muer¬te. Había sido en Santa Lucía, en un baile. Al otro le decían el chi¬leno. Fermín, en pedo, le manoseó la mujer, y el chileno cuando quiso echar mano ya tenía medio metro de tripa por el piso. Claro que ésa no era la única historia fea que corría por los montes, varios había con asuntos parecidos. Por eso, cuando para las elecciones vi¬no ese político y gritó ustedes los trabajadores son la esperanza de la patria porque en ustedes todo es puro, auténtico, porque ustedes todavía no están corrompidos, Fermín no pudo reprimir una sonrisita maliciosa. Y no sólo a él le dio risa.
–Ni en las casas me piropean tanto –comentó bajito.
Y era cierto. En su casa también sospechaban que Fermín no era, del todo, un varón ejemplar. Borracho putañero, eso sí le decían. El día menos pensado me lo agarro a mi hijo y no nos ves más el pelo. Eso sí le decían. Eso sí que sonaba auténtico. Pero la Paula no era capaz de irse, por qué se iba a ir, si el Fermín la que¬ría. Además, unos cuantos garrotazos por el lomo y la mujer se calma. Desde que había hablado el político, sin embargo, Fermín no les pegaba, ni a la Paula ni al malandrín de su hijo. Al fin de cuentas, cosas que dijo el hombre no daban risa, sobre todo cuan¬do Cardozo el más chico medio lo provocó y él, de ahí nomás de la tribuna, vea, le dijo, eso no es ser guapo, amigo, seguro que si el francés los grita no hacen la pata ancha. Y que la hombría se les despertaba en casa, con la mujer. Esa parte le había gustado, porque no era del discurso; le había gustado que dijera pata ancha. Y además tenía razón. Claro que en todo no tenía razón. A veces es un desahogo dar vuelta la mesa de una patada, o reventar un plato contra la pared.
El siete y medio también es un desahogo. Porque a Fermín, como a cualquiera, le gustaba el siete y medio. De noche, en el al¬macén del zarateño se armaban lindas tenidas. El tallador era un chinón, clinudo, que imitaba los modales de los compadres pue¬bleros, rápido para la baraja casi tanto como para el chumbo. Una sola vez lo habían visto actuar; el finado Ortega le gritó aquella noche: “¡Dame mi plata! Yo sé que estás acomodado con el francés pero, lo que es a mí, no me volvés a robar.” Y no volvió a robarle. El otro lo mató ahí nomás, en defensa propia: Ortega tenía el cuchillo en la mano cuando se refaló junto a la mesa. El comisario de San Pedro tomó cartas en el asunto, se lo vio conversando con el francés: a partir de esa noche quedó prohibido entrar en la trastien¬da del boliche, con cuchillo.
El político también habló de eso. Según dijo, venía a tener razón el finado Ortega. Claro que el político era del pueblo (veinte kilómetros hasta el monte más cercano) y que en el pueblo uno podía divertirse de otra manera; dos cines, dicen que había.
Sea como sea, de una semana atrás que Fermín andaba pen¬sativo. Y esa tarde, al cobrar, se quedó un rato con la plata en la mano, mirándola. ¿Venís a lo del zarateño?, oyó a la pasada y no supo qué contestar, se le atragantó una especie de gruñido. En el almacén de Ramos Generales había visto un vestido colorado, a lunares grandes. Lindo.
–A que se lo llevo a la Paula –decidió de golpe.
Y entró, y salió con el paquete bajo el brazo, y no compró alpargatas para el chico de casualidad. Iba a pedirlas pero le dio risa. Cha, qué bárbaro, se escuchó decir.
–Ni sé el número –dijo.
Cha que bárbaro, realmente. Ahora, en el camino hacia su casa, arrastrando el paso, mirándose fascinado el dedo que asomaba abajo, en la punta de la zapatilla, Fermín pensaba.
–¿Andas enfermo, Fermín?
–Eh, no. ¿Por?
–Digo. Por el tranco –el otro lo miraba, con intención–. Y como te volvías tan temprano.
Era cierto, gran siete. Desde el otro sábado que le debía un trago al Ramón. Entonces lo convidó al boliche. Y Ramón dijo que sí, después dijo:
–¿Y ese paquete?
–El qué. –Fermín se encogió de hombros y sacó el labio inferior hacia afuera, medio sonriendo. –Nada.
Lo del zarateño estaba lindo. Al fin de cuentas la Paula no lo esperaba hasta mucho más tarde y no era cosa de darle un susto, y una ginebra no le hace mal a nadie, ¿no?
Iban tres vueltas. Entonces Fermín se dio cuenta de que, de este modo, seguía debiendo una copa.
–Ginebra, zarateño, pa mí y pal hombre. Con el dedo índice tocó al hombre en el pecho y, echándose hacia adelante, agregó:
–Porque yo soy de ley, amigo.
La ginebra es áspera. Por eso, después del cuarto trago, la voz de Ramón era un poco más solemne que de costumbre:
–Yo también soy de ley, Fermín… ¡A ver, patrón!: dos ginebras.
–Ta bien, hermano; los dos somos de ley. Pero, la próxi¬ma, yo pago, y quedamos hechos.
–Ta bien.
Fermín tenía los ojos clavados en la cortina de la trastienda; vio en seguida cuando los hermanos Peralta salieron del interior. Eso significaba: dos sitios.
–¿Probamos?
–Probemos…
–Al siete y medio, pago.
La mano del tallador, morena y flaca, con una uña agresiva¬mente larga en el meñique, levantó de la mesa los mugrientos pesos que se apelotonaban junto a los naipes.
Se le achicaron, amarillos, los ojitos a Fermín. Ya hacía rato que el aire estaba caliente bajo la lámpara, espeso de humo y de ginebra. Fermín agachó la cabeza. Después, mirando al morocho por entre las cejas, preguntó, pausadamente:
–¿Qué era lo que decía Ortega? En la mesa hubo como un sacudón.
El chinón, despacito, se abrió la camisa hasta la altura del cinto. Luego, también despacito, comenzó a pasarse un pañuelo por el pecho sudoroso. Junto al ombligo, ingenuamente asomaba la cu¬lata del Smith & Wesson.
–¿Andas con ganas de ir a preguntárselo?
El morocho era filoso. Fermín sintió que la cara le ardía como si le hubieran pegado un tajo. Miró alrededor. Los hombres –Ramón también– rehuyeron sus ojos. A todos los había cache¬teado la fanfarronada del moreno.
–Ta bien –murmuró Fermín–. Ta bien, me vuelvo a casa. Vos, Ramón, ¿venís? No, mejor quédate. Todavía no te robaron todo.
Dio la espalda a la mesa y, arreglándose el pantalón a dos manos, encaró la cortina. Lo paró en seco la voz del morocho:
–¡Che!
Fermín se dio vuelta como tiro, buscando en la cintura el cuchillo que no tenía. Al otro le había aparecido el revólver en la mano. Sonrió:
–Te olvidas de algo –dijo, señalando con el caño hacia un rincón. Fermín se agachó a recoger el paquete de la Paula.
Me han basureao gran puta el político de mierda ese tenía razón somos guapos en las casas nos roban la plata y tamos con¬tentos. Fermín estaba parado en la puerta del prostíbulo.
Llamó de nuevo.
–Che, ¿te crees que nosotras no dormimos? –la voz opaca de doña María precedió a su rostro que, hinchado, asomó detrás de la puerta a medio abrir:
–¿A quién buscas?
–A la pueblera.
–No se puede, ya no atiende. Está acostada.
–Mejor si está acostada…
La mujer frunció la boca, dubitativa; luego, repentinamen¬te desconfiada, preguntó:
–¿Traes plata?
–No.
–¡Ah, no m’hijito! A esta hora y con libreta, no. Fermín puso el pie antes de que la puerta se cerrara:
–Oí… Traigo esto. Si te va apretao, lo cambias mañana. Y le alcanzó el paquete.
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