La hipótesis de la que parte esta investigación es que el
ser humano actúa movido por un estricto programa instintivo, que se manifiesta
siempre, en todas las ocasiones de su vida, hasta las que parecen más
caprichosas o voluntarias; su libre albedrío «cultural», según esta hipótesis,
no es más que una ilusión benévola con la que nos engañamos, ella misma también
parte de nuestra carga innata. La propuesta suena arriesgada o directamente
fantástica: la loca variedad de las vidas humanas, sin ir más lejos la
extravagante irisación del pensamiento, lo imprevisible de la menor reacción o
inspiración que nos asalta en cualquier momento, parecen desmentir la mera
probabilidad de que todo esté preordenado; y si ya parece erróneo postularlo
para una sola persona, ¿cómo explicar en esos términos las incalculables
diferencias de humano a humano, así sea entre los más próximos y familiares?
Pero justamente, la hipótesis propone que ésa es la ilusión, y basta con
aceptar (no digo que sea fácil hacerlo) su calidad de ilusión para que todo se
simplifique, para que las variaciones se despojen de pertinencia y caiga el
velo que disimulaba la esencial uniformidad instintiva del hombre. No es
necesario renunciar a esas variedades, ni sacrificar sus diferencias de
«superficie» a una esencia de «fondo»; no existe tal esencia, todo es
superficie. Pero ¿qué impide que toda la microscopía innumerable de los actos,
pensamientos, deseos, sueños y creaciones de nuestra vida, todo lo que va
sucediendo segundo a segundo desde que nacemos hasta que morimos, esté
inscripto de antemano en nuestros genes, y que ese programa sea el mismo para toda
la especie? Hoy día, la ciencia nos ha acostumbrado a prodigios informáticos
mayores que ése. El hombre siempre estuvo muy seguro de obedecer a causaciones
libres y superiores, «culturales»… Pero también desde siempre postuló esta
misma hipótesis de la programación instintiva y la aplicó, con rigor fanático,
a los animales.
No sé si habrá un modo de persuadir a nadie. La idea es
demasiado chocante y arbitraria; y en cierto modo se muerde la cola, porque si
nuestra programación no la incluye, ¿cómo podríamos aceptarla? Pero quizás sí
la incluye, como lo prueba el hecho de que se me haya ocurrido a mí (y a otros
antes). Lo que sí es cierto es que la persuasión está incluida en nuestros
dones instintivos, lo mismo que la ficción.
Lo que el hombre ha venido creyendo de los animales es
tributario del campo de la ficción. No digo que no sea cierto. ¿Cómo podría
decirlo? Tomémoslo en su valor facial: se puede invertir la perspectiva.
Supongamos, en honor de la demostración, el razonamiento que podría hacer un animal
cualquiera sobre el asunto. Se me dirá que los animales no hacen razonamientos.
Muy bien, no tengo inconveniente en cambiar la palabra; de todos modos, es
apenas una cuestión de definiciones (y además, sé que no me estoy expresando
bien). El «razonamiento» de un animal sería otra cosa, para la que no tenemos
un nombre porque justamente siempre nos hemos mantenido de este lado. Olvidemos
los cuentos y las fábulas, la hormiguita viajera, el oso gruñón, la zorra y el
cuervo… O, mejor que olvidarlos, llevémoslos a sus últimas consecuencias. En
lugar de «ficción» digamos «traducción», y hagamos traducción a fondo: es el
momento de hacerlo, por lo demás, porque sólo la traducción puede llegar a
fondo en este tema de la dialéctica naturaleza/cultura. Creo que va a quedar
más claro con un ejemplo, pero haciendo la salvedad de que no es un ejemplo en
el sentido convencional, de un particular extraído al azar de un general
mediante el discurso. Esto es todo general, del principio al fin, general puro.
Supongamos un hornero, en el año 1895, en la provincia de
Buenos Aires. Mantengamos un momento la perspectiva humana, para hacer mejor
contraste.
El hornero comienza a edificar en otoño… mientras construye
el nido el ave no pierde de vista a la gente… cuando la obra ha alcanzado su
forma globular… se aparea para toda la vida y encuentra su alimento, que
consiste en larvas y gusanos, sólo en el suelo… se pavonea con aires de gran
gravedad… su voz fuerte, tintineante y animosa…
¡Basta! El lector ya habrá reconocido el tono. Es un hombre
el que habla, un naturalista. Como todos los estilos, éste da por sentado la
eternidad de su objeto. Hemos hecho de la vida de los animales una travesía de
estilos; en el proceso, hemos vuelto nuestras vidas una travesía de estilos (por
eso puedo llevar a cabo este experimento).
El hornero estaba construyendo su casita. Digamos que era el
otoño, para no salirnos demasiado del verosímil, o por gusto nomás. Las tardes
enormes del campo. Un chaparrón a las cinco. El 16 de abril de 1895. Retomemos
una frase del párrafo del naturalista: mientras construye el nido el ave no
pierde de vista a la gente (en su contexto, esta observación tiene por función
explicar por qué la entrada de la casita queda siempre orientada hacia la casa
o ranchos cercanos, o el camino). En sus largos ocios, el hornero pensaba…
Pero ¿es posible? ¿Es posible hacerlo, sin caer en Disney?
¿No es llevar demasiado lejos la traducción? Porque se puede aceptar el uso del
verbo «pensar» como traducción, como un modo de entendernos, para referirnos a
lo que sucede en el cerebro del animal, o en su sistema nervioso, o más
precisamente: en su vida y en su historia. Pero ¿se puede aceptar el contenido
de ese pensamiento? Aceptamos que yo diga que piensa. ¿Podemos aceptar que diga
qué está pensando? Creo que sí. Porque es lo mismo.
Pues bien, ¿qué es lo que pensaba? Nada. Tenía la mente en
blanco. El cansancio, la angustia (estas palabras también están tomadas como
traducción, lo mismo que todas las que siguen; es la última vez que hago la
advertencia) lo habían dejado estupefacto.
En la «traducción hornero» de sus sentimientos se sentía
abrumado por una suma de calamidades, que era como veía su vida. ¡Tanto
trabajo, tanto sufrimiento, tantas obligaciones! Y todo en la incertidumbre, en
la necesidad de estar eligiendo siempre, sin saber nunca si elegía bien… Su
única certeza, que anulaba el único consuelo posible, era que había una vía
correcta, un modo de hacer las cosas bien, de ser feliz. Y nunca tomaría esa
dirección, o la tomaría sólo para abandonarla en el primer cruce. Esta certeza
se la daba la visión de los hombres, que tenía siempre frente a él. Ahora por
ejemplo: la familia había salido a la galería de la casa, después de la lluvia,
y estaban tomando mate. Les envidiaba el automatismo instintivo con que
actuaban, los hombres y todos los demás animales, salvo el hornero, la especie
maldita (según él). Se estremecía viéndolos cebar, pasándose el mate, toda esa
ceremonia complicada, con uso de instrumentos, acompañada de palabras, gestos,
movimientos… ¡Qué asombroso el instinto del hombre! Le permitía llevar a cabo
ese intrincado ballet (y muchísimos otros: los estaba viendo siempre) sin
vacilaciones, sin pensarlo, sin preguntarse si era lo correcto o no, sin
deliberar, todo porque sí, porque así estaba escrito en los registros
inmemoriales de su especie feliz. Mientras que él… Los horneros, se decía,
habían pagado con el debilitamiento extremo del aparato instintivo la
adquisición de las habilidades que les permitían sobrevivir. Era inútil, y
quizás desagradecido, quejarse, pero sentía que había perdido demasiado. El
ejemplo de los hombres se lo decía. Los hombres vivían, y sabían de antemano
cómo vivir. El hornero estaba a merced del azar horrendo de las ideas, de las
ocurrencias, de los estados de ánimo, de la voluntad y sus infinitos
desfallecimientos, del clima, de la historia.
¿Cómo habían sabido que era la hora de tomar mate? En ellos
la lluvia y su cesación no tenía nada que ver, porque solían tomar mate sin que
lloviera o dejara de llover, o bien podía dejar de llover y no lo hacían. ¡La
sabiduría insondable del instinto! Y cuánto lo disfrutaban, los desgraciados.
Si se ponía a pensar que el mismo instinto los había llevado al almacén a
comprar la yerba, a la cocina a poner a hervir el agua, a la cama a dormir la
siesta… Eran perfectos. Máquinas perfectas de vivir. Toda una lección para un
torturado infeliz como él. Pero ¿qué podía hacer, si la naturaleza no había
dotado a su pobre especie de un instinto digno de ese nombre, como a todos los
demás seres del mundo? No tenía sentido lamentarlo por lo que pasó, por ese
fatídico desvío en la evolución que sacó al hornero de los caminos seguros de
la adecuación… Quizás la solución estaba en seguir adelante, ir al fondo de la
inadecuación hasta recuperar… No, era inútil, y además peligroso; no convenía
empeorar las cosas.
A todo esto, cada vez se sentía peor. Tenía vértigo, todo le
daba vueltas. ¿Qué estaba haciendo ahí, en la horqueta del tala, a seis metros
del suelo? Él era un animal de tierra, la altura le hacía mal. Pero sucedía que
por el momento no podía bajar porque una rata andaba rondando al pie del árbol,
hambrienta y malhumorada. Bastaba que cayeran dos gotas para que a esa rata
imbécil se le inundara la cueva, y se ponía frenética, asesina. Es cierto que
él podía volar lejos y aterrizar en cualquier parte y caminar un rato, aunque
más no fuera para descargar la inquietud. Pero era engorroso; después había que
volver… ¿Y dónde encontrar un lugar practicable, con la cantidad de charcos que
se habían formado? Valía más quedarse donde estaba, tratando de controlar el
mareo. Además, tenía que esperar a la hornera, que había salido antes de la
lluvia y quién sabe dónde se había metido; volvería mojada, embarrada,
protestando, y tendrían que dormir húmedos y hambrientos, en esa ruina… Se
volvió a mirar el nido a medio hacer. La indecisión le produjo un vértigo
mental, que se sumó al físico y estuvo a punto de hacerlo caer como una piedra.
La lluvia había elegido con sadismo el peor momento. Al cesar justo a la hora
en que él habitualmente se disponía a interrumpir su jornada, lo ponía ante una
de esas alternativas difíciles que eran la historia de su vida miserable.
Porque al salir el sol entre las nubes quedaban por lo menos dos horas de luz.
Ponerse a trabajar no era tan instantáneo; necesitaba un buen rato para poner
en marcha el mecanismo de acarreo, amasado, etcétera. Dos horas no era poco,
daba tiempo para levantar unos centímetros, quizás todo lo que había estropeado
la lluvia, que era el sector fresco, su trabajo de la mañana. Pero ya había
perdido una hora mirando a los humanos, hundido en sus ensueños pesimistas. Y
ahora, ¿valía la pena ponerse, o no? El barro debía de estar demasiado chirle,
pero abundaba… Se le habían ido las ganas, y al mismo tiempo sabía que se iba a
culpar si no hacía nada. Pero ¿qué podía hacer, en el poco tiempo que le
quedaba de luz? Si no lo hacía, no le quedaba más que seguir deprimiéndose. Fue
esto último lo que prevaleció. Un día perdido.
El nido estaba por la mitad. No existía. Un origami de
barro. De acuerdo: mañana a primera hora ponía manos a la obra. ¿O hacía algo
ahora? Podía jurar que quedaba más tiempo del que parecía; después de la lluvia
siempre el día se alarga. En fin… Mañana. Al menos quedaba el consuelo de que
haría buen tiempo. Las nubes se habían ido, no quedaba una en todo el cielo.
El hornero veía su arte constructivo como una suma de formas
vagas e inútiles, de las que salía por causalidad algo equivalente a una
función. Debería tomar ejemplo, se decía, de los hombres, de sus casas
hiperfuncionales, automáticas, siempre iguales: paredes verticales, techo,
aberturas, régimen de ingreso y salida… ¡Ellos sí que no tenían preocupaciones
de arquitectura! Lo hacían como lo hacían, lo hacían y basta, siempre lo mismo,
y les duraba eternidades. Por ejemplo la ubicación. Un instinto infalible («el»
instinto) los hacía construir siempre en el suelo, siempre pegado al suelo,
sobre la superficie. No tenían que elegir; la naturaleza había elegido por
ellos. Un hornero en cambio estaba sujeto a las más imprevisibles
inspiraciones: un poste, un árbol, un techo, un alero, a cinco metros del
suelo, a siete, a quince… Y estaba el tipo de barro por el que se decidiera, la
proporción de hierba o crin… Prácticamente no había nada fijo a lo que asirse
(al menos así lo veía él). ¡Y los accidentes! La lluvia de hoy sin ir más
lejos. Estaba a merced de las circunstancias, cualquier minúsculo detalle podía
cambiarlo todo, las consecuencias del menor acontecimiento se proyectaban hasta
el fin de su vida, volviéndola tan abigarrada y barroca por la superposición
que se hacía invivible. Los hombres en cambio, lo mismo que cualquier otro ser
vivo en el planeta, tenían un modo de neutralizar lo accidental, el instinto
vigoroso y bien estructurado les permitía crear circunstancias improvisadas con
las que anular todo lo aleatorio. ¡Y él no! ¡Él solo en toda la creación! Eso
se debía a que el hornero era un individuo, todos los horneros lo eran, y el
hombre era una especie. La especie estaba firmemente asentada en lo necesario,
el individuo estaba en el aire, en el vértigo, en lo casual.
Pero esa excepcionalidad, ¿no tenía sus ventajas? ¿No
debería tenerlas? Siempre que se paga, se decía el hornero en lo profundo de su
enorme desazón, se obtiene algo a cambio. Y «la raza maldita» a la que
pertenecía había pagado un precio cuantioso: la renuncia a la paz de vivir sin
preocupaciones, generación tras generación, entregados con feliz confianza a
los dulces mecanismos de la naturaleza. Era imposible que a cambio de tanto no
recibiera nada. Tenía que haber ventajas, y las había, grandes, definitivas. Se
resumían en una palabra: libertad. Tenía la libertad. Bastaba con disfrutarla.
¡Como si fuera tan fácil!, exclamó para sus adentros en un
estertor psíquico, y levantó los ojos doloridos al signo con el que el mundo
había escrito la palabra «libertad»: el cielo. En su comba vacía se había
desplegado un arcoíris. Lo veía un poco de costado, en diagonal, y así era más
monumental, más formidable. Lo veía cargado de resonancias «poéticas»,
«filosóficas», «morales», «estéticas» (me manejo con equivalentes, pero confío
en ser entendido), mientras que los humanos, que también lo estaban mirando,
veían el simple fenómeno meteorológico que era, el simple presente que era. Y
detrás, el ampo rosa del crepúsculo.
¡Sí!, se exaltaba el pobre infeliz, ¡la libertad! El vuelo
inmenso sobre el mundo, sobre los mundos. ¡Eso no lo tenían los humanos! Sobre
ellos caía desde la primera infancia la persiana inflexible del instinto, y
todo el resto era obedecer ciegamente a los dictados de su naturaleza. Mientras
que el hornero avanzaba por el camino de las posibilidades infinitas.
Pero ese camino se parecía demasiado al vacío. Su estado
actual, lo que sentía como un envejecimiento prematuro, un agotamiento en el
fuego incesante del esfuerzo de tratar de vivir, probaba que la libertad era su
propio exceso. En realidad, había que volver a definir la libertad, y en esa
redefinición él quedaba mal parado. Los seres que vivían apegados a una
naturaleza incontaminada, como los hombres, eran libres en un sentido superior.
¿Esclavos del instinto? De acuerdo, pero también había que redefinir
«instinto»; y si el instinto equivalía a lo infalible, a la felicidad, ¿qué
mayor libertad había? Todo lo demás eran ilusiones. No se perdía nada.
Los humanos allá en la galería ya terminaban con el mate.
Porque se había enfriado el agua, porque se había lavado la yerba, porque se
habían satisfecho… En una palabra: porque lo decía la Ley grandiosa que
gobernaba todas las pequeñas causas; el universo entero se manifestaba entre
los humildes y los mansos, y al acudir a ellos como un dios, se ponía a su
servicio, los obedecía. El Tiempo, que todo lo destruye y domina, se remansaba
en el presente eterno de la vida simple. Tranquilos y sensuales, ajenos a los
tormentos de la conciencia y la duda, seguros del fluir suave de la vida, del
apareamiento, de la reproducción, de la muerte; la muerte también: ellos sí
podían decir «morir, dormir, quizás soñar». No tenían temores… Y ellos también
tenían «resonancias». Cuando miraban como ahora el cielo rosa y violeta, el
campo cristalino, la hora detenida en las espiras livianas del aire, ellos
también sentían la metafísica, la poesía, la moral, la estética, ¡y mejor que
él, porque veían la realidad sin velos! Si se le ocurriera imitarlos, como lo
había intentado alguna vez, no serviría de nada: sería un capricho más de la
conciencia, un ejercicio más destinado al fracaso, de los tantos en que se
agotaba probando y probando…
Ahora hablaban. Habían estado hablando todo el tiempo,
seguros, serenos, con sus palabritas secas, sus susurros. Ése era otro punto
sensible para el hornero. Si bien no era un área importante (para nosotros los
humanos sí lo es, para él no; lo que indica que no hay que apresurarse a hacer
la contratraducción: las equivalencias, aunque completas, no son simétricas),
le resultaba especialmente doloroso. Lo que salía de la garganta de los hombres
era funcional, simple, manejable; lo del hornero, el canto, el pío, era un
garabato onírico en el que se mezclaban caóticamente la función y lo gratuito,
el sentido y el sinsentido, la verdad y la belleza. Los hombres no tenían
problemas por ese lado, la Naturaleza se los había hecho fácil: desde que
nacían o poco menos (desde que, en su primer año de vida, caía la «persiana»
del instinto), depositaban todo el sentido en el lenguaje, y lo que quedaba
afuera era marginal e insignificante. Para el hornero en cambio el sentido estaba
disperso en mil telepatías diferentes; y el canto por otro lado era una
estética sin límites precisos, que tanto podía servir para un lavado como para
un planchado, o no servir de nada. Cantaba por amor, por hipo, porque se le
daba la gana, por la hora… Como en todo lo demás, estaba sujeto a los avatares
impredecibles de la conciencia, al exceso de la libertad o al exceso que era la
libertad.
Caía la noche sobre la pampa sagrada. El pajarillo, quieto y
mudo como un rizo de barro delante de su morada inconclusa, seguía cavando en
la angustia, en la nostalgia de la vida verdadera que veía ajena, lejana, en
los otros. No sé si me habré explicado bien; y aun cuando lo haya hecho, puedo
haber sido inconvincente. Este escrito no pretende más que ser una contraprueba,
ni siquiera definitiva sino apenas sugerente. Podrá objetarse el método mismo:
después de todo, esto fue escrito por un hombre. Pero ¿qué prueba eso sino que
el ser humano está provisto de un instinto que le permite escribir? ¿Podría
hacerlo sin él? ¿Por qué no escribe un pajarito? Justamente porque tiene
demasiada libertad, puede hacerlo o no hacerlo, no hay nada en él que lo ponga
en acción de modo indefectible, no tiene como el hombre un programa para
escribir con perfecta facilidad automática. Desde el fondo de los tiempos la
acción de escribir estas páginas está prevista en mi dotación genética. Por eso
puedo hacerlo en un rato, sin vacilaciones, sin correcciones, como respirar o
dormir. Un abismo (desde el punto de vista del hornero) separa esta mágica
facilidad de las deliberaciones que hacen tan penosas las tareas que él
emprende.
8 de mayo de 1994