6/9/13

Pajaritos en la cabeza, Antonio Di Benedetto

Antonio Di Benedetto
Pajaritos en la cabeza
Yo no soy el mono. Tengo ideas distintas, aunque se nos haya puesto, siquiera al principio, en la mis­ma situación.

Mi padre lo trajo, como a la palmera. A mi padre le sobran tierras, le sobra dinero. Puso la palmerita y la hizo gozar de su favor mientras permaneció joven y primorosa. Pero cuando se fue estirando, esti­rando, se fastidió de ella, por desgarbada, barbuda y polvorienta; por inadaptada, dice él. Porque la per­dió de vista, creo yo, pues no acostumbra llevar la mirada al cielo, al menos, hacia el lado donde se er­guía la palma. Suele mirar hacia la boca del río, don­de se forman las tormentas, en parte por afinidad de su carácter con éstas y principalmente porque de las lluvias dependen, para bien o para mal, las cosechas de sus plantaciones.

No cayó en la cuenta de que el monito tampoco se adaptaría, no sólo por las  características de un clima que no era el suyo de origen (como en el caso de la palmera),sino porque le sería imposible adaptarse a la familia, y él quería que fuese como un miembro de la familia.
Quizás no andaba del todo desacertado, pues, favo­recido por ciertas concesiones y el trato, en lo que mi padre ocasionalmente se mostraba intuitivo, el pequeño simio algo hacía por ganarse el lugar que se le prometiera. No obstante, su sitio, en definitiva, fue la copa de aquel árbol.
No con cordura empleaba mi padre la golosina, la fiesta o el escarmiento; sobre todo, lo privaba de comida y de agua, y no se esmeró por educarlo
regu­larmente, ni con bondad ni con rigor de maestro.

El mono huyó, para refugiarse en la palmera, como el hijo en la adversidad vuelve a la madre.
Bajaba sólo para hurtar, o para recibir algún ali­mento que la compasión de alguien le hubiese dejado al pie de su vivienda aérea. Vivió solo, tal como se veía en su altura el hojaje raquítico de la planta. Se puso huraño y meditabundo, torpe para todo lo que no fuera rapiñar su sustento.
En uno de sus arranques temperamentales, sin cau­sa, porque el invernáculo anunciado nunca se cons­truyó, mi padre hizo limpiar de vegetales todo el sec­tor del dilatado jardín, casi parque, donde se estiraba lentamente, como un suspiro nostálgico, la palmera.

Cayeron palmera y mono, y el mono se escondió entre algunos cajones y baúles hasta que los perros, enardecidos por la sangre de un pollo que dio
dego­llado un trote agónico, se le echaron encima sin que nadie lo impidiera.


Yo no soy el mono, pero también, por orden de mi padre, a causa de infracciones leves, en la niñez mu­chas veces tuve prohibido el acceso a la mesa. No tengo palmera; sin embargo, hice de mi casa una pal­mera, mejor dicho, de las habitaciones y de las par­tes del jardín que podían serlo, de un libro, un disco, algún amigo… Mi palmera me ofrecía, en verdad, follaje más rico y acogedor, lo cual me permitió esta­blecer algunas diferencias con la situación del mono.
O tal vez todo dependiese, como en el caso del si­mio y de la palma, del lugar de nacimiento y del ulte­rior destino inadecuado. No sé. Tal vez debí nacer en otras tierras y tal vez no sea así. Es posible que yo no debiera haber nacido en este tiempo. No quiero decir con ello que mi alumbramiento hubo de produ­cirse en la Edad Media ni en el mismo año que el de Dostoyevski. 
No. Tal vez yo tendría que haber naci­do en el siglo XXI o en el XXII. No tampoco porque crea que entonces será más fácil y tolerable vivir, aunque es posible que resulte. Para que de cierto modo algo se vuelva posible, ya que es imposible que yo nazca transcurrida una centuria (se me gastó la oportuni­dad), he querido, en la medida de mis fuerzas, y con mi estilo, ser de alguna utilidad.

Cuando comprendí la inutilidad de la existencia del mono, pude acercarme a lo que me pareció hacerse un destino útil, bien que no para mí, sino para los demás. Su cabeza hueca me sugirió el aprovechamien­to de la mía. Quise hacer de ella, y fue sencillo hacerlo, un nido de aves.
Mi cabeza se colmó de aves, voluntaria y gozosamente, de mi parte y la de ellas. Gozaba, sí, por la felicidad del aposento firme, seguro y abrigado que podía darles, y gozaba por algunas consecuencias y derivaciones distintas. Por ejemplo, cuando hice mi aparición, físicamente sombría, en el semialborozo —ese disimulo o transfiguración del cálculo en las jugadoras—  del té-canasta de mi madre, y ella tuvo que decirme, retadora y con pérdida de aplomo, que cómo hacía eso de ponerme a silbar en medio de la reunión de señoras. Y yo apenas condescendí a
ex­plicarle, con una sonrisa de lástima por su ignoran­cia, que no era yo mismo quien silbaba (o cantaba), sino mis pájaros. No alcanzó a mamá esa humilde maravilla; sin embargo, en aquella muchacha que se iniciaba en las juntas de las 5 de la tarde, suscité el asombro candoroso de quien presencia el tránsito de un dios musical, tangible y perecedero.

* * *

No siempre fue así, sino apenas unos años, posible­mente unos meses. Con el cambio he dudado un tanto que haciendo la felicidad de un pájaro haré la
felici­dad de los tiempos venideros. Si todos pusiéramos nuestra cabeza al servicio del bien general —del bien—, acaso podría ser. Pero nuestra cabeza, no sólo el sentimiento.
Yo puse la mía y tuvo gorriones y canarios, bente­veos y calandrias, dichosos.
También lo son ahora, a su manera, los buitres que han anidado en ella. Sin embargo, mi buenaventura ha cesado. Son insaciablemente voraces y han
afinado su pico para comer hasta el último trocito de mis sesos.

Ya en hueso mondo, aún me picotean, no diré con ensañamiento, pero como si cumplieran con excesivo celo una obligación. Y aunque sus picotazos fueran traviesos o de mero ejercicio, no perderían intensidad como agentes del dolor. Como signo de la tortura que padezco, expando un llanto histérico y desgarrado de fluir constante.

Nada puedo contra ellos y nadie puede, pues per­sona alguna puede verlos, como ninguna veía a los pájaros indoloros que me cantaban. Y aquí estoy, con mi nido rebosante de buitres, que empeoran su abuso de la hospitalidad con la crueldad de sus instintos. Aquí estoy, escondido entre los baúles, a la espera de que alguno de los que antaño dieron de comer al mono se compadezca de este acorralado y azuce los perros.

Pero, pido, que nadie, al conocer mi historia, se deje ganar por el horror;
que lo supere y que no de­sista, si alienta algún buen propósito de poblar su cabeza de pájaros.



Imagenes de Monjita Blanca

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