Que el hombre mortal se alimente de la criatura que alimenta su lámpara y, como Stubb, se la coma a su propia luz, como podría decirse, esto parece cosa tan extraña que por fuerza uno debe meterse un poco en su historia y su filosofía.
Está documentado que hace tres siglos la lengua de la ballena propiamente dicha se estimaba plato exquisito en Francia, alcanzando allí altos precios. Y asimismo, que en tiempos de Enrique VIII, cierto cocinero de la corte obtuvo una hermosa recompensa por inventar una admirable salsa que se había de comer con las marsopas asadas en barbacoa -y las marsopas ya recordáis que son una especie de ballena-. Las marsopas, en efecto, son consideradas hoy día como un delicado manjar. Su carne se convierte en albóndigas de tamaño como de bolas de billar, que, estando bien sazonadas y con especias, podrían tomarse por albóndigas de tortuga o de ternera. A los antiguos monjes de Dunfermline les gustaban mucho. Tenían una gran concesión de la corona sobre las marsopas.
El hecho es que, al menos entre sus cazadores, la ballena sería considerada por todos como un noble plato, si no hubiera tanta, pero al sentarse a comer ante una empanada de casi cien pies de largo, a uno se le quita el apetito. Sólo los hombres más libres de prejuicios, como Stubb, participan hoy de las ballenas guisadas, pero los esquimales no son tan melindrosos. Todos sabemos cómo viven de ballenas, y tienen raras soleras viejísimas de excelente aceite añejo de ballena. Zogranda, uno de sus médicos más famosos, recomienda tajadas de grasa de ballena para los niños, por ser enormemente jugosas y nutritivas. Y eso me recuerda que ciertos ingleses que hace tiempo fueron dejados accidentalmente en Groenlandia por un barco ballenero, vivieron de hecho varios meses con los enmohecidos restos de ballenas que habían quedado en la orilla después de destilar la grasa. Entre los balleneros holandeses esos restos se llaman «frituras», y a ellas, en efecto, se parecen mucho, por ser crujientes y de color tostado, y oler, cuando están frescos, algo así como los buñuelos o pastelillos de aceite de las amas de casa del viejo Amsterdam. Tienen un aspecto tan apetitoso que el más abnegado recién llegado difícilmente puede dejar de echarles mano.
Pero lo que además deprecia la ballena como plato civilizador es su enorme sustancia grasienta. Es el gran buey premiado del mar demasiado gordo para ser delicadamente bueno. Mirad su joroba, que sería tan fino manjar como la del búfalo (que se considera plato exquisito) si no fuera tal pirámide maciza de grasa. Pero en cuanto al propio aceite de esperma, ¡qué suave y cremoso es!: es como la pulpa blanca, transparente, medio gelatinosa, de un coco en el tercer mes de su crecimiento, pero demasiado grasiento para ofrecer un sustitutivo a la mantequilla… No obstante, muchos balleneros tienen un método para empaparlo en alguna otra sustancia y luego tomárselo. En las largas guardias nocturnas, mientras se destila, es cosa corriente que los marineros mojen su galleta de barco en las grandes marmitas de aceite y la dejen freírse un rato. Muchas buenas cenas he hecho yo así.
En el caso de un cachalote pequeño, los sesos se consideran un plato excelente. La tapa del cráneo se parte con un hacha, y al retirar los dos gruesos lóbulos blancuzcos (que parecen exactamente dos grandes flanes) se mezclan entonces con harina, y se cocinan formando un delicioso plato, de sabor algo parecido a la cabeza de ternera, que es un gran manjar entre algunos epicúreos; y todo el mundo sabe que ciertos jóvenes ejemplares de epicúreos, a fuerza de comer continuamente sesos de ternera, llegan a tener poco a poco algo de sesos propios, hasta poder distinguir una cabeza de ternera de la suya propia, lo cual, desde luego, requiere extraordinaria discriminación. Y ése es el motivo por el que uno de esos jóvenes, teniendo delante una cabeza de ternera de aspecto inteligente, resulta, no sé por qué, uno de los espectáculos más tristes que se pueden ver. La cabeza parece estarle reprochando, con una expresión de Et tu Brute!
Quizá no es sobre todo porque la ballena sea tan excesivamente untuosa por lo que la gente de tierra mira con aborrecimiento el comerla; eso parece resultar, en cierto modo, de la consideración antes mencionada: esto es, que un hombre se coma una cosa del mar recién asesinada, y que se la coma, encima, a su propia luz. Pero no hay duda de que el primer hombre que asesinó un buey fue considerado como asesino, y quizá fue ahorcado; y lo habría sido cierta mente si le hubieran sometido a ser juzgado por bueyes; y verdad es que se lo mereció, si lo merece jamás un asesino. Id un sábado por la noche y ved las multitudes de bípedos vivos que miran pasmados las largas filas de cuadrúpedos muertos. Este espectáculo ¿no es capaz de hacerle perder los dientes al caníbal? ¿Caníbales?, ¿quién no es caníbal? Os digo que se tendrá más tolerancia con el indígena de las Fidji que saló a un flaco misionero en su bodega, contra el hambre inminente;se tendrá más tolerancia, digo, con ese previsor hombre de Fidji, en el día del juicio, que contigo, goloso civilizado e ilustrado, que clavas a los patos en el suelo y haces festín de sus hígados hinchados con tu paté de foie gran.
Pero Stubb se come a la ballena a su propia luz, ¿no? Y eso es añadir el insulto a la injuria, ¿no? Mira el mango de tu cuchillo, mi civilizado e ilustrado goloso que comes ese buey asado: ¿de qué está hecho el mango?, ¿de qué, sino de los huesos del hermano del mismo buey que te comes? ¿Y con qué te mondas los dientes, después de devorar a ese grueso pato? Con una pluma de la misma ave. ¿Y con qué pluma redacta ceremoniosamente sus circulares el secretario de la Sociedad para la Supresión de la Crueldad contra las Ocas? Hace sólo un mes o dos que esta sociedad aprobó una decisión de no usar más que plumas de acero.
Moby Dick, LXV
Traducción de José María Valverde
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