29/4/16

El hornero de Cesar Aira #diadelanimal



César Aira - El hornero

La hipótesis de la que parte esta investigación es que el ser humano actúa movido por un estricto programa instintivo, que se manifiesta siempre, en todas las ocasiones de su vida, hasta las que parecen más caprichosas o voluntarias; su libre albedrío «cultural», según esta hipótesis, no es más que una ilusión benévola con la que nos engañamos, ella misma también parte de nuestra carga innata. La propuesta suena arriesgada o directamente fantástica: la loca variedad de las vidas humanas, sin ir más lejos la extravagante irisación del pensamiento, lo imprevisible de la menor reacción o inspiración que nos asalta en cualquier momento, parecen desmentir la mera probabilidad de que todo esté preordenado; y si ya parece erróneo postularlo para una sola persona, ¿cómo explicar en esos términos las incalculables diferencias de humano a humano, así sea entre los más próximos y familiares? Pero justamente, la hipótesis propone que ésa es la ilusión, y basta con aceptar (no digo que sea fácil hacerlo) su calidad de ilusión para que todo se simplifique, para que las variaciones se despojen de pertinencia y caiga el velo que disimulaba la esencial uniformidad instintiva del hombre. No es necesario renunciar a esas variedades, ni sacrificar sus diferencias de «superficie» a una esencia de «fondo»; no existe tal esencia, todo es superficie. Pero ¿qué impide que toda la microscopía innumerable de los actos, pensamientos, deseos, sueños y creaciones de nuestra vida, todo lo que va sucediendo segundo a segundo desde que nacemos hasta que morimos, esté inscripto de antemano en nuestros genes, y que ese programa sea el mismo para toda la especie? Hoy día, la ciencia nos ha acostumbrado a prodigios informáticos mayores que ése. El hombre siempre estuvo muy seguro de obedecer a causaciones libres y superiores, «culturales»… Pero también desde siempre postuló esta misma hipótesis de la programación instintiva y la aplicó, con rigor fanático, a los animales.

No sé si habrá un modo de persuadir a nadie. La idea es demasiado chocante y arbitraria; y en cierto modo se muerde la cola, porque si nuestra programación no la incluye, ¿cómo podríamos aceptarla? Pero quizás sí la incluye, como lo prueba el hecho de que se me haya ocurrido a mí (y a otros antes). Lo que sí es cierto es que la persuasión está incluida en nuestros dones instintivos, lo mismo que la ficción.

Lo que el hombre ha venido creyendo de los animales es tributario del campo de la ficción. No digo que no sea cierto. ¿Cómo podría decirlo? Tomémoslo en su valor facial: se puede invertir la perspectiva. Supongamos, en honor de la demostración, el razonamiento que podría hacer un animal cualquiera sobre el asunto. Se me dirá que los animales no hacen razonamientos. Muy bien, no tengo inconveniente en cambiar la palabra; de todos modos, es apenas una cuestión de definiciones (y además, sé que no me estoy expresando bien). El «razonamiento» de un animal sería otra cosa, para la que no tenemos un nombre porque justamente siempre nos hemos mantenido de este lado. Olvidemos los cuentos y las fábulas, la hormiguita viajera, el oso gruñón, la zorra y el cuervo… O, mejor que olvidarlos, llevémoslos a sus últimas consecuencias. En lugar de «ficción» digamos «traducción», y hagamos traducción a fondo: es el momento de hacerlo, por lo demás, porque sólo la traducción puede llegar a fondo en este tema de la dialéctica naturaleza/cultura. Creo que va a quedar más claro con un ejemplo, pero haciendo la salvedad de que no es un ejemplo en el sentido convencional, de un particular extraído al azar de un general mediante el discurso. Esto es todo general, del principio al fin, general puro.

Supongamos un hornero, en el año 1895, en la provincia de Buenos Aires. Mantengamos un momento la perspectiva humana, para hacer mejor contraste.

El hornero comienza a edificar en otoño… mientras construye el nido el ave no pierde de vista a la gente… cuando la obra ha alcanzado su forma globular… se aparea para toda la vida y encuentra su alimento, que consiste en larvas y gusanos, sólo en el suelo… se pavonea con aires de gran gravedad… su voz fuerte, tintineante y animosa…

¡Basta! El lector ya habrá reconocido el tono. Es un hombre el que habla, un naturalista. Como todos los estilos, éste da por sentado la eternidad de su objeto. Hemos hecho de la vida de los animales una travesía de estilos; en el proceso, hemos vuelto nuestras vidas una travesía de estilos (por eso puedo llevar a cabo este experimento).

El hornero estaba construyendo su casita. Digamos que era el otoño, para no salirnos demasiado del verosímil, o por gusto nomás. Las tardes enormes del campo. Un chaparrón a las cinco. El 16 de abril de 1895. Retomemos una frase del párrafo del naturalista: mientras construye el nido el ave no pierde de vista a la gente (en su contexto, esta observación tiene por función explicar por qué la entrada de la casita queda siempre orientada hacia la casa o ranchos cercanos, o el camino). En sus largos ocios, el hornero pensaba…

Pero ¿es posible? ¿Es posible hacerlo, sin caer en Disney? ¿No es llevar demasiado lejos la traducción? Porque se puede aceptar el uso del verbo «pensar» como traducción, como un modo de entendernos, para referirnos a lo que sucede en el cerebro del animal, o en su sistema nervioso, o más precisamente: en su vida y en su historia. Pero ¿se puede aceptar el contenido de ese pensamiento? Aceptamos que yo diga que piensa. ¿Podemos aceptar que diga qué está pensando? Creo que sí. Porque es lo mismo.

Pues bien, ¿qué es lo que pensaba? Nada. Tenía la mente en blanco. El cansancio, la angustia (estas palabras también están tomadas como traducción, lo mismo que todas las que siguen; es la última vez que hago la advertencia) lo habían dejado estupefacto.

En la «traducción hornero» de sus sentimientos se sentía abrumado por una suma de calamidades, que era como veía su vida. ¡Tanto trabajo, tanto sufrimiento, tantas obligaciones! Y todo en la incertidumbre, en la necesidad de estar eligiendo siempre, sin saber nunca si elegía bien… Su única certeza, que anulaba el único consuelo posible, era que había una vía correcta, un modo de hacer las cosas bien, de ser feliz. Y nunca tomaría esa dirección, o la tomaría sólo para abandonarla en el primer cruce. Esta certeza se la daba la visión de los hombres, que tenía siempre frente a él. Ahora por ejemplo: la familia había salido a la galería de la casa, después de la lluvia, y estaban tomando mate. Les envidiaba el automatismo instintivo con que actuaban, los hombres y todos los demás animales, salvo el hornero, la especie maldita (según él). Se estremecía viéndolos cebar, pasándose el mate, toda esa ceremonia complicada, con uso de instrumentos, acompañada de palabras, gestos, movimientos… ¡Qué asombroso el instinto del hombre! Le permitía llevar a cabo ese intrincado ballet (y muchísimos otros: los estaba viendo siempre) sin vacilaciones, sin pensarlo, sin preguntarse si era lo correcto o no, sin deliberar, todo porque sí, porque así estaba escrito en los registros inmemoriales de su especie feliz. Mientras que él… Los horneros, se decía, habían pagado con el debilitamiento extremo del aparato instintivo la adquisición de las habilidades que les permitían sobrevivir. Era inútil, y quizás desagradecido, quejarse, pero sentía que había perdido demasiado. El ejemplo de los hombres se lo decía. Los hombres vivían, y sabían de antemano cómo vivir. El hornero estaba a merced del azar horrendo de las ideas, de las ocurrencias, de los estados de ánimo, de la voluntad y sus infinitos desfallecimientos, del clima, de la historia.

¿Cómo habían sabido que era la hora de tomar mate? En ellos la lluvia y su cesación no tenía nada que ver, porque solían tomar mate sin que lloviera o dejara de llover, o bien podía dejar de llover y no lo hacían. ¡La sabiduría insondable del instinto! Y cuánto lo disfrutaban, los desgraciados. Si se ponía a pensar que el mismo instinto los había llevado al almacén a comprar la yerba, a la cocina a poner a hervir el agua, a la cama a dormir la siesta… Eran perfectos. Máquinas perfectas de vivir. Toda una lección para un torturado infeliz como él. Pero ¿qué podía hacer, si la naturaleza no había dotado a su pobre especie de un instinto digno de ese nombre, como a todos los demás seres del mundo? No tenía sentido lamentarlo por lo que pasó, por ese fatídico desvío en la evolución que sacó al hornero de los caminos seguros de la adecuación… Quizás la solución estaba en seguir adelante, ir al fondo de la inadecuación hasta recuperar… No, era inútil, y además peligroso; no convenía empeorar las cosas.

A todo esto, cada vez se sentía peor. Tenía vértigo, todo le daba vueltas. ¿Qué estaba haciendo ahí, en la horqueta del tala, a seis metros del suelo? Él era un animal de tierra, la altura le hacía mal. Pero sucedía que por el momento no podía bajar porque una rata andaba rondando al pie del árbol, hambrienta y malhumorada. Bastaba que cayeran dos gotas para que a esa rata imbécil se le inundara la cueva, y se ponía frenética, asesina. Es cierto que él podía volar lejos y aterrizar en cualquier parte y caminar un rato, aunque más no fuera para descargar la inquietud. Pero era engorroso; después había que volver… ¿Y dónde encontrar un lugar practicable, con la cantidad de charcos que se habían formado? Valía más quedarse donde estaba, tratando de controlar el mareo. Además, tenía que esperar a la hornera, que había salido antes de la lluvia y quién sabe dónde se había metido; volvería mojada, embarrada, protestando, y tendrían que dormir húmedos y hambrientos, en esa ruina… Se volvió a mirar el nido a medio hacer. La indecisión le produjo un vértigo mental, que se sumó al físico y estuvo a punto de hacerlo caer como una piedra. La lluvia había elegido con sadismo el peor momento. Al cesar justo a la hora en que él habitualmente se disponía a interrumpir su jornada, lo ponía ante una de esas alternativas difíciles que eran la historia de su vida miserable. Porque al salir el sol entre las nubes quedaban por lo menos dos horas de luz. Ponerse a trabajar no era tan instantáneo; necesitaba un buen rato para poner en marcha el mecanismo de acarreo, amasado, etcétera. Dos horas no era poco, daba tiempo para levantar unos centímetros, quizás todo lo que había estropeado la lluvia, que era el sector fresco, su trabajo de la mañana. Pero ya había perdido una hora mirando a los humanos, hundido en sus ensueños pesimistas. Y ahora, ¿valía la pena ponerse, o no? El barro debía de estar demasiado chirle, pero abundaba… Se le habían ido las ganas, y al mismo tiempo sabía que se iba a culpar si no hacía nada. Pero ¿qué podía hacer, en el poco tiempo que le quedaba de luz? Si no lo hacía, no le quedaba más que seguir deprimiéndose. Fue esto último lo que prevaleció. Un día perdido.

El nido estaba por la mitad. No existía. Un origami de barro. De acuerdo: mañana a primera hora ponía manos a la obra. ¿O hacía algo ahora? Podía jurar que quedaba más tiempo del que parecía; después de la lluvia siempre el día se alarga. En fin… Mañana. Al menos quedaba el consuelo de que haría buen tiempo. Las nubes se habían ido, no quedaba una en todo el cielo.

El hornero veía su arte constructivo como una suma de formas vagas e inútiles, de las que salía por causalidad algo equivalente a una función. Debería tomar ejemplo, se decía, de los hombres, de sus casas hiperfuncionales, automáticas, siempre iguales: paredes verticales, techo, aberturas, régimen de ingreso y salida… ¡Ellos sí que no tenían preocupaciones de arquitectura! Lo hacían como lo hacían, lo hacían y basta, siempre lo mismo, y les duraba eternidades. Por ejemplo la ubicación. Un instinto infalible («el» instinto) los hacía construir siempre en el suelo, siempre pegado al suelo, sobre la superficie. No tenían que elegir; la naturaleza había elegido por ellos. Un hornero en cambio estaba sujeto a las más imprevisibles inspiraciones: un poste, un árbol, un techo, un alero, a cinco metros del suelo, a siete, a quince… Y estaba el tipo de barro por el que se decidiera, la proporción de hierba o crin… Prácticamente no había nada fijo a lo que asirse (al menos así lo veía él). ¡Y los accidentes! La lluvia de hoy sin ir más lejos. Estaba a merced de las circunstancias, cualquier minúsculo detalle podía cambiarlo todo, las consecuencias del menor acontecimiento se proyectaban hasta el fin de su vida, volviéndola tan abigarrada y barroca por la superposición que se hacía invivible. Los hombres en cambio, lo mismo que cualquier otro ser vivo en el planeta, tenían un modo de neutralizar lo accidental, el instinto vigoroso y bien estructurado les permitía crear circunstancias improvisadas con las que anular todo lo aleatorio. ¡Y él no! ¡Él solo en toda la creación! Eso se debía a que el hornero era un individuo, todos los horneros lo eran, y el hombre era una especie. La especie estaba firmemente asentada en lo necesario, el individuo estaba en el aire, en el vértigo, en lo casual.

Pero esa excepcionalidad, ¿no tenía sus ventajas? ¿No debería tenerlas? Siempre que se paga, se decía el hornero en lo profundo de su enorme desazón, se obtiene algo a cambio. Y «la raza maldita» a la que pertenecía había pagado un precio cuantioso: la renuncia a la paz de vivir sin preocupaciones, generación tras generación, entregados con feliz confianza a los dulces mecanismos de la naturaleza. Era imposible que a cambio de tanto no recibiera nada. Tenía que haber ventajas, y las había, grandes, definitivas. Se resumían en una palabra: libertad. Tenía la libertad. Bastaba con disfrutarla.

¡Como si fuera tan fácil!, exclamó para sus adentros en un estertor psíquico, y levantó los ojos doloridos al signo con el que el mundo había escrito la palabra «libertad»: el cielo. En su comba vacía se había desplegado un arcoíris. Lo veía un poco de costado, en diagonal, y así era más monumental, más formidable. Lo veía cargado de resonancias «poéticas», «filosóficas», «morales», «estéticas» (me manejo con equivalentes, pero confío en ser entendido), mientras que los humanos, que también lo estaban mirando, veían el simple fenómeno meteorológico que era, el simple presente que era. Y detrás, el ampo rosa del crepúsculo.

¡Sí!, se exaltaba el pobre infeliz, ¡la libertad! El vuelo inmenso sobre el mundo, sobre los mundos. ¡Eso no lo tenían los humanos! Sobre ellos caía desde la primera infancia la persiana inflexible del instinto, y todo el resto era obedecer ciegamente a los dictados de su naturaleza. Mientras que el hornero avanzaba por el camino de las posibilidades infinitas.

Pero ese camino se parecía demasiado al vacío. Su estado actual, lo que sentía como un envejecimiento prematuro, un agotamiento en el fuego incesante del esfuerzo de tratar de vivir, probaba que la libertad era su propio exceso. En realidad, había que volver a definir la libertad, y en esa redefinición él quedaba mal parado. Los seres que vivían apegados a una naturaleza incontaminada, como los hombres, eran libres en un sentido superior. ¿Esclavos del instinto? De acuerdo, pero también había que redefinir «instinto»; y si el instinto equivalía a lo infalible, a la felicidad, ¿qué mayor libertad había? Todo lo demás eran ilusiones. No se perdía nada.

Los humanos allá en la galería ya terminaban con el mate. Porque se había enfriado el agua, porque se había lavado la yerba, porque se habían satisfecho… En una palabra: porque lo decía la Ley grandiosa que gobernaba todas las pequeñas causas; el universo entero se manifestaba entre los humildes y los mansos, y al acudir a ellos como un dios, se ponía a su servicio, los obedecía. El Tiempo, que todo lo destruye y domina, se remansaba en el presente eterno de la vida simple. Tranquilos y sensuales, ajenos a los tormentos de la conciencia y la duda, seguros del fluir suave de la vida, del apareamiento, de la reproducción, de la muerte; la muerte también: ellos sí podían decir «morir, dormir, quizás soñar». No tenían temores… Y ellos también tenían «resonancias». Cuando miraban como ahora el cielo rosa y violeta, el campo cristalino, la hora detenida en las espiras livianas del aire, ellos también sentían la metafísica, la poesía, la moral, la estética, ¡y mejor que él, porque veían la realidad sin velos! Si se le ocurriera imitarlos, como lo había intentado alguna vez, no serviría de nada: sería un capricho más de la conciencia, un ejercicio más destinado al fracaso, de los tantos en que se agotaba probando y probando…

Ahora hablaban. Habían estado hablando todo el tiempo, seguros, serenos, con sus palabritas secas, sus susurros. Ése era otro punto sensible para el hornero. Si bien no era un área importante (para nosotros los humanos sí lo es, para él no; lo que indica que no hay que apresurarse a hacer la contratraducción: las equivalencias, aunque completas, no son simétricas), le resultaba especialmente doloroso. Lo que salía de la garganta de los hombres era funcional, simple, manejable; lo del hornero, el canto, el pío, era un garabato onírico en el que se mezclaban caóticamente la función y lo gratuito, el sentido y el sinsentido, la verdad y la belleza. Los hombres no tenían problemas por ese lado, la Naturaleza se los había hecho fácil: desde que nacían o poco menos (desde que, en su primer año de vida, caía la «persiana» del instinto), depositaban todo el sentido en el lenguaje, y lo que quedaba afuera era marginal e insignificante. Para el hornero en cambio el sentido estaba disperso en mil telepatías diferentes; y el canto por otro lado era una estética sin límites precisos, que tanto podía servir para un lavado como para un planchado, o no servir de nada. Cantaba por amor, por hipo, porque se le daba la gana, por la hora… Como en todo lo demás, estaba sujeto a los avatares impredecibles de la conciencia, al exceso de la libertad o al exceso que era la libertad.

Caía la noche sobre la pampa sagrada. El pajarillo, quieto y mudo como un rizo de barro delante de su morada inconclusa, seguía cavando en la angustia, en la nostalgia de la vida verdadera que veía ajena, lejana, en los otros. No sé si me habré explicado bien; y aun cuando lo haya hecho, puedo haber sido inconvincente. Este escrito no pretende más que ser una contraprueba, ni siquiera definitiva sino apenas sugerente. Podrá objetarse el método mismo: después de todo, esto fue escrito por un hombre. Pero ¿qué prueba eso sino que el ser humano está provisto de un instinto que le permite escribir? ¿Podría hacerlo sin él? ¿Por qué no escribe un pajarito? Justamente porque tiene demasiada libertad, puede hacerlo o no hacerlo, no hay nada en él que lo ponga en acción de modo indefectible, no tiene como el hombre un programa para escribir con perfecta facilidad automática. Desde el fondo de los tiempos la acción de escribir estas páginas está prevista en mi dotación genética. Por eso puedo hacerlo en un rato, sin vacilaciones, sin correcciones, como respirar o dormir. Un abismo (desde el punto de vista del hornero) separa esta mágica facilidad de las deliberaciones que hacen tan penosas las tareas que él emprende.


8 de mayo de 1994